Introducción
Siempre he sentido una atracción
especial por la historia, y cuando hace muchos años me sumergí en el estudio
pormenorizado de ella, me sentí especialmente inclinado por la Prehistoria y la
Historia Antigua, que son períodos en los que el hombre, según mi percepción,
encauza todas sus luchas por un profundo sentido de supervivencia esencialmente.
La Historia Moderna y Contemporánea en cambio, me produjeron una profunda
desazón y angustia, porque de su estudio se descubre que la lucha del hombre
contra todo lo que le rodea, ya no es por un principio vital, sino
fundamentalmente por inconfesables razones de ambiciones personales o de grupos
con intereses afines, y por pura y
simple maldad.
El Catalina con
uno de sus 7 hijos. Foto: Archivo de Paco Atanasio (cortesía de Deogracias Martínez Jiménez, el niño de
la foto)
Los grandes embaucadores suelen utilizar a menudo esa frase tan
bonita de “La historia la escriben los pueblos”, pero después te ponen un
dóberman detrás echándote el aliento en la nuca, para que recuerdes que no
puedes pasarte un milímetro, si lo que cuentas perjudica su inmaculada imagen. Podría
poner muchos ejemplos para ilustrar lo que digo, pero no merece la pena, porque
en esta selva, cada cual tiene su escala de valores muy marcada y sólo escucha
con atención aquello que más le conviene, lo demás le entra por un oído y le
sale por el otro.
Por lo tanto, puestos a elegir entre una “memorable” historia
sabiamente manipulada y un relato de sucesos cotidianos con anécdotas en la que
los protagonistas no son grandes personajes, sino gente humilde, sencilla, ciudadanos
de a pie, prefiero esto último, que hace menos daño y produce más
satisfacciones a la inmensa mayoría y a los que de verdad lo necesitan, porque
nunca se me olvida de dónde vengo.
Esa es la razón por la que desde hace varios años, dedico la mayor
parte de mi tiempo en escribir sobre temas variados de Alumbres, en los que en
general, los protagonistas suelen ser las gentes del pueblo, después de
consultar libros, hurgar en los archivos públicos y documentos variados, y
también en buscar en la memoria de la gente, especialmente la de nuestros
mayores, esa pizca de sensibilidad humana que precisa toda narración.
El
Catalina
Los traperos eran personas humildes
que se dedicaban a comprar trapos viejos, papeles, cosas inservibles, chatarra,
alpargatas, etc, por las ciudades, barrios y pueblos de nuestra tierra para
después venderlas en grandes chatarrerías, y con el comercio de ese tipo de
objetos se ganaban la vida y mantenían a sus familias.
No todos los traperos utilizaban las
mismas herramientas para la mencionada actividad comercial, pues mientras a
unos se les veía portar un simple saco sobre las espaldas, otros empujaban un
carrito cargado con el material objeto del comercio, y los menos conducían un
carromato que transportaba un animal de carga, generalmente un burro.
Aquellos eran
tiempos en los que la mayoría de los niños, si querían jugar tenían que aguzar
el ingenio, y en muchos casos fabricarse ellos mismos sus juguetes, o tener un
padre “manitas” que se los hiciera. Espadas de madera, tirachinas, arcos y
flechas, hondas, etc., casi todos juguetes bélicos, salían de las manos de los
zagales de la época.
En los años
50, y principios de los 60, venía por Alumbres un personaje entrañable para
muchos de los críos/as de entonces. El trapero era conocido por El Catalina,
porque para él todo el mundo se llamaba Catalina, bueno, en realidad establecía
una distinción entre chicos y chicas, a ellas, a todas, las llamaba Catalina, y
ellos eran los Bartolicos, y llevaba un carro tirado por un burrito llamado
Blanco, en el que transportaba la chatarra que obtenía a cambio de los pequeños
juguetes que daba a los chiquillos.
Su vida no
fue fácil, pues aunque era minero, después de la guerra no quisieron emplearlo
en su antiguo trabajo de Portmán, porque le tocó hacer la guerra en la zona de “los
rojos”, por lo que le dijeron que allí sólo empleaban a gente de “sangre azul”, y entonces tuvo que ingeniárselas para sobrevivir a la discriminación,
y al hambre de la época.
En un
principio se valió de un carretón, con el que transportaba la mercancía
recorriendo los caminos y carreteras de La Unión, Alumbres y Portmán, y más
adelante se hizo con un carromato y un burro.
Trompa y piola. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Nuestro
querido trapero, Deogracias Martínez López, el trapero de Alumbres, procedía
del vecino pueblo minero de La Unión, y de cuando en cuando se pasaba por las
calles del pueblo con su carro cargado de ilusiones para los niños más
necesitados.
Tirachinas. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Soga para saltar a la comba
Avisaba de
su llegada con el sonido de una pequeña trompeta de juguete, e inmediatamente
anunciaba su negocio.
-
¡Catalinaaa! ¡Compro trapos viejos, hierros, alpargatas...!
Y
enseguida se encontraba rodeado de chiquillos, cada uno con su montoncito de
trapos viejos y chatarra, estirando el cuello para ver qué era lo que llevaba
en el interior del carromato para poder elegir en el cambio.
-¡A
ver que llevas ahí Bartolico! - decía el trapero a uno de ellos.
-
Muchos hierros, cobre, trapos...
-
Anda llévate este caballito de barro que parece que está vivo.
El
chiquillo le regateaba intentando sacarle algo más, pero el viejo Catalina
sabía mucho y conseguía convencerlo de que había hecho un buen negocio, y se
iba tan contento con su juguete pensando que para la próxima vez iba a
conseguir una trompa (peonza) con su piola, o una pistola de plástico, y si se
trataba de una niña, una muñeca de barro con los brazos abiertos, o una cuerda
para jugar a la comba, etc.
En
esos tiempos de carencias, el Catalina, aunque un sencillo trapero, era en
realidad un manantial de ilusiones para muchos críos, que vivían más por lo que
soñaban que por lo que tenían, y esperaban su siguiente visita con ansiedad,
rebuscando en los solares, en las viviendas ruinosas, en la rambla, en casa, o en
los “muleares” (montones de basura y desperdicios situados frente, o al lado,
de las casas de los vecinos, antes de que hubiera contenedores de basura), para
conseguir su montoncito de chatarra, púas, tornillos, tuercas, trozos de plomo,
cobre, latón, etc., que luego escondían en un secreto rincón como si de un
tesoro se tratara.
Sin embargo,
un día cualquiera, el viejo Catalina y su carga de fantasía infantil desapareció
para siempre de nuestras calles, eso sucedió cuando los alumbreños comenzaron a
disfrutar de un mejor nivel de vida, y los objetos que mantenían aquel pobre
negocio dejaron de tener valor comercial. Luego se dedicó a vender lotería por
las calles y según he podido saber su vida se extinguió en los años 80.
Los
Bartolicos y Catalinas de mi generación que tuvimos el placer y el honor de
conocerlo no lo olvidamos, porque en el entorno de un mundo real de temores y
carencias de todo tipo, nos hizo soñar y alimentó nuestra fantasía hasta
límites insospechados.
Fuentes consultadas y/o utilizadas
Libros
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres algunas historias pendientes.
Testimonios
-Deogracias Martínez Jiménez (hijo del Catalina).
-Francisco Atanasio Hernández. Recuerdos.
Fotos
-Francisco Atanasio Hernández.
-Deogracias Martínez Jiménez.
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