El
día 5 de junio de 1990, divorciado de mi pareja desde hacía 5 años, registré la
entrada de una denuncia en el Colegio de Abogados de Cartagena, contra dos
letrados que me habían tramitado mi divorcio en el bufete que entonces tenían abierto,
porque mientras que a mí me negaban la viabilidad de denunciar a mi ex cónyuge
por el reiterado incumplimiento de la Patria Potestad Compartida, así como el régimen
de visitas y el disfrute del período de vacaciones con mis hijas recogidos en
la sentencia de divorcio, a ella la incitaban a presentar una reclamación económica
fundada en falsedades y la animaban a continuar incumpliendo su parte.
El caso es que, si el picapleitos de mi ex-esposa conseguía que el juez emitiera una orden de retención de mi salario, en principio, y a partir de ese momento, yo reduciría en mucho mis posibilidades de subsistencia por la mengua de mi sueldo, y luego, me costaría años conseguir una revisión del contenido económico, porque en este caso tendría que demandar y conseguir una sentencia favorable, cosa bastante difícil para mí, entre otras cosas porque en aquél momento el abogado protagonista de este caso, aspiraba a convertirse en presidente del Colegio de Abogados de Cartagena, y ya se sabe el papel que en este país juegan las influencias en todos los estamentos. La confabulación había sido bien estudiada, pero no tuvieron en cuenta que yo también se moverme por el mundo y tenía algunas cartas que jugar para evitar que llevaran a cabo una injusticia más tan descarada, por lo que después del registro de mi escrito en el Colegio de Abogados, nunca más se supo de la reclamación de mi ex y su picapleitos.
Y es que hay que tener en cuenta que antes
ya, me había quedado sin la vivienda que tanto esfuerzo me había costado
conseguir, ni siquiera la parte que me hubiera correspondido en un justo reparto
de bienes, porque lo cedí todo a ella en un falso reparto de bienes, creyendo que
lo hacía por el bien de mis hijas, y sin equipaje alguno con el que viajar a
ninguna parte, además de la imposición de pasar una manutención que rondaba el
60% de mis ingresos íntegros, porque los hijos lo merecían todo, aunque después
sólo recuerden el odio inculcado por la madre despechada y su familia.
Tengo la
conciencia tranquila porque siempre cumplí generosamente con mis obligaciones
económicas y afectivas con mis hijas, incluso me dejé expoliar pensando que al
fin y al cabo todo era para ellas, y sin embargo nunca pude conseguir mantener
una relación estable, y mucho menos influir en una educación saludable.
Aunque luego
está la sociedad en general, y la mayoría de la familia en particular, que rezuma hipocresía por todos sus poros, entre la
que cabe destacar a las chismosas/os, que lo que no saben lo inventan, y con su
dedo acusador señalan al padre divorciado como si se tratara de un delincuente,
solo porque no se ha resignado a ser un infeliz toda su vida.
Aparentemente, las relaciones con mis hijas, ya adultas, eran normales, hasta que llegado el momento de la boda de la mayor, fui apartado del derecho a ser el padrino en la ceremonia religiosa y a estar en la mesa de los padres de los novios (el 4º mandamiento de la Ley de Dios dice “Honrarás a tu padre y a tu madre”, pero por lo visto nadie de la parroquia se lo recordó), porque había que evitar que la mamá se ofendiera por compartir ese momento con su ex cónyuge y lo solucionaron poniendo de padrinos a los padres del novio, padre y madre, y nadie se ruborizó por ello, seguramente porque ellos tiene el corazón humano y podrían tener alguna desgracia si no lo eran, yo en cambio no tenía nada que temer, porque como según parece tengo el corazón de acero inoxidable pues…, y menos mal que el futuro marido de mi hija era un dirigente del PSOE, que si llega a ser un fascista no sé qué hubiera sido de mí. Por supuesto, mi segunda hija siguió el mismo camino que la primera.
Cuesta trabajo
creer que una mujer de esas quiere a sus hijos cuando no duda en hacerles daño
a cambio de fastidiar como sea a su ex pareja. Pero tanto o más trabajo cuesta
creer que sean sinceras cuando piden igualdad de derechos para todo lo que a
ellas les conviene, y a la vez le niegan a los hombres el más elemental de los
Derechos Humanos, la paternidad.
En una sociedad democrática todos tenemos derechos y obligaciones, y hay que mirar con total normalidad que una pareja se separe porque entienden que la convivencia juntos es imposible, y ello no debe de conducir a que aquel que se quede con los hijos los utilice contra el otro como si de simples muñecos se tratara, olvidando que los hijos necesitan a los dos, al padre y a la madre, y si no puede ser juntos hay que conseguir que los tengan por separado. El otro no sólo tiene la obligación de pasar la manutención, tiene además el derecho a disfrutar de la compañía, del respeto y del cariño de sus hijos, y a participar en una educación civilizada y sin traumas de éstos.
En definitiva, estoy persuadido de que no hay
mayor violencia que la ejercida por los poderes del Estado que no cumplen con
su cometido de salvaguardar los intereses de todos los ciudadanos por igual, y
que discrimina a una parte en favor de otra por razón de los intereses, no del
Estado de Derecho, sino de los partidos políticos. Los ciudadanos honrados de
un Estado supuestamente democrático, que son agredidos en sus legítimos
derechos se sumen en un estado de impotencia y de ansiedad de impredecibles
consecuencias para los afectados.
Todo ello, y siempre en mi opinión, debería de llevar a la sociedad, y sobre todo a las organizaciones ciudadanas, a una profunda reflexión sobre la utilización de esta escala de valores y su utilidad para una sociedad de diálogo, tolerancia y entendimiento, y poner los medios necesarios para evitar que nunca más sucedan maldades de esta naturaleza, ni en Alumbres ni en ningún otro lugar de nuestra geografía, y nadie mejor que las organizaciones ciudadanas para ello. Mientras tanto quiero recordar un viejo adagio que dice así “De donde no hay no se puede sacar”, y un poema de mi cosecha que también publiqué con el artículo.
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