El capataz de tajo y
el listero.
Cuanto más duro era el trabajo más notable
se hacía la presencia de la tétrica figura del capataz de tiempos pasados, cuya
mayor cualidad intelectiva era la obediencia ciega a sus superiores.
Los capataces de tajo, de obra o de filón,
que andaban por esos mundos de Dios vociferando sin cesar, eran en general,
unos rudos y siniestros individuos cuya misión fundamental consistía en
multiplicar sin límites el rendimiento laboral de los obreros que estaban a su
cargo, y si alguno se las daba de listo se le enseñaban los músculos que para
eso estaban ahí, y por supuesto mantener puntualmente informado al patrón sobre
la personalidad y el comportamiento de cada uno de sus trabajadores, con
especial dedicación a los llamados protestones que obligaban a pensar a quienes
aún tenían amplias zonas del cerebro sin estrenar.
Dibujo: Francisco Atanasio Hernández
A la hora de pagar los salarios siempre se
perdía algo en los bolsillos del capataz o del listero, que era el encargado de
anotar los jornales del personal, por el camino que iba de las oficinas de la
empresa a las manos del obrero. Aprovechándose de que la mayoría eran casi
analfabetos y no tenían quienes les defendiera, los sobres siempre llegaban
menguados del peso de la calderilla y alguna hora extra, que en lugar de
anotársela a él se había anotado en la nómina del capataz o del listero, y
algún que otro destajo que tampoco salía en las cuentas, etc.
La mayoría de las veces miseria y compañía
sí, pero estos personajillos lo utilizaban para congraciarse con el jefe y
demostrarle de lo que serían capaces si éste confiaba plenamente en ellos.
Por entonces estos modelos humanos estaban
muy extendidos en el mundo laboral de la época, pero por suerte ni todos eran
así, ni en todos los trabajos podían actuar de esa manera.
El paso del tiempo extinguió la figura del
capataz, y la informática la del listero ¿O no? ¿Quién sabe tú? Lo mejor es que
cada cual reflexione un poco sobre su entorno laboral y saque sus conclusiones.
La minería.
Sin duda alguna, es la actividad laboral más
antigua de la zona, y como es sabido, el hallazgo de alumbre en las cercanías
del pueblo dio lugar a que nuestro pueblo se llamara Alumbres desde hace casi 5
siglos.
Mina Manolita. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Sin embargo, hace ya mucho tiempo que ya
nadie trabaja en las minas de los alrededores de Alumbres, pues a principios de
la década de 1960 cerraron todas las minas de La Parreta y El Gorguel.
No obstante, la sierra minera de La Unión
continuó teniendo actividad extractiva aunque a cielo abierto, hasta que en 1991
cesó definitivamente la actividad en toda la sierra minera.
Sobre la minería en particular, ya publiqué
un trabajo anteriormente.
La industria del
esparto
El trabajo del esparto tuvo muy larga
tradición en Alumbres, sin embargo la aparición en el mercado de productos como
el caucho, el plástico o la goma, hacia la mitad del pasado siglo XX paralizó
esta profesión, y posteriormente sólo algún que otro lugareño ha realizado
trabajos de carácter artesanal.
La industria del esparto en Alumbres, la
traté no hace mucho en un artículo sobre el tema en particular.
Utensilios fabricados con esparto. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Utensilios fabricados con esparto. Foto: Francisco Atanasio Hernández
La venta de pescado ambulante.
En la década de los cincuenta se escuchaba
por las calles del pueblo la voz del “Caramel” y Manuel “el Andaluz”,
anunciando su pescado que portaban en una cesta o vasija parecida. Este negocio
daba para poco pero ellos volvían frecuentemente a vocear por las calles de
Alumbres su producto que seguramente obtenían en el puerto de pescadores de
Escombreras.
Entonces también vendía pescado “el
Ladrillero”, que recorría el pueblo en un carro tirado por un burro al que
llamaba Perete.
Poco más tarde comenzaría su andadura en
esta actividad, Manuel Hidalgo García
“Manolillo”, que llevaba el pescado en una moto.
Un día, “el Ladrillero” y “Manolillo”
pensaron que era mejor para los dos evitar la competencia que se hacían uniendo
sus esfuerzos, e iniciaron una nueva etapa de la venta del pescado ambulante en
sociedad, transportando el pescado en un pequeño automóvil, con el que llevaban
su producto hasta otros pueblos de las cercanías.
Posteriormente, en los años setenta,
“Manolillo” abrió
la “Pescadería Hidalgo” en la esquina de la calle Mayor con la del Duque, justo en la esquina del lado sur del edificio
donde esté ubicado el Bar San Roque, y durante más de 20 años, él y su mujer
Concha mantuvieron atendidos los dos negocios. Todos los días saltaban de la
cama para que a partir de las 5 de la mañana, Concha se hiciera cargo del bar,
mientras “Manolillo” se iba a la lonja a por pescado para abastecer la
pescadería, y según todos los
datos que poseo estuvo abierta hasta finales de 1998.
Manuel Hidalgo García, “Manolillo” para los
alumbreños, cuando sólo contaba con 57 años, tomó un billete para no sé dónde y
se marchó del mundo de los vivos el 30 de mayo de 1994.
En su lápida de mármol dejó constancia del cariño
que profesó a este pueblo por medio de unos versos.
Yo. Manolo
el pescadero
Único en el mundo entero
El día que yo me llegue a morir
En la piedra que cubra mi tumba,
Tendrán que ponerme un letrero
Con letras grandes que diga:
“Hermanos alumbreños
Y vecinos cartageneros,
Aquí descansa en paz
El rey de los pescaderos”.
Manuel
Hidalgo.
Médico y
practicante.
Hacia la mitad del siglo, y hasta principios de los
años sesenta, el médico del pueblo fue D. Heliodoro Cardona, y Vicente Samper,
atendía urgencias, ponía inyecciones y curaba heridas como un ATS moderno,
aunque con las limitaciones de la época y las suyas propias. Luego llegó al
pueblo en su sustitución el doctor D. José Gutiérrez Meca y el practicante
Joaquín Hernández Albaladejo.
D. José Gutiérrez Meca, seguramente es de los pocos
galenos que han pasado por este pueblo con verdadera vocación profesional, y
que tanto se echa de menos en estos tiempos de insensible materialismo
predominante y escaso interés por los problemas de los demás.
Entregado totalmente a su profesión de curar a los
enfermos, cuando consideraba que alguien no podía ser atendido debidamente en
la consulta del pueblo, le hacía que fuese a su consulta particular de Los
Dolores donde disponía de equipamiento suficiente, y si el paciente carecía de
recursos económicos, esa circunstancia no iba a suponer ningún problema para
ser atendido minuciosamente, además de que no tenía que preocuparse de nada,
porque ni la consulta, ni la mayoría de los medicamentos le costarían una
peseta.
Todo lo cambia el tiempo, y salvo que se dispone de
consultorio médico en horas programadas, y una farmacia bien dotada con un
farmacéutico atento y servicial, nada más se puede añadir.
Los leñadores.
Durante mucho tiempo, Ginés Valero “el
Chinche”, y sus tres hermanos, “el Pedrolo”, “el Crietas y “el Negrín”,
estuvieron dedicados a la labor de recolectar leña en donde la hubiera para
luego venderla en los hornos y fraguas de las cercanías.
Cuenta Ginés que cuando terminó la guerra
retiraron del trabajo a su padre, “el Tío Popeye”, y que con las 3000 pts., que
Franco le daba a los jubilados de una sola vez, ya no había más pensión, se
compraron un burro para transportar la leña de los pinos, acebuches (olivos
silvestres), encinas, lentiscos, tetraclinis (ciprés de Cartagena), retamas,
baladres, y otras especies vegetales abundantes, susceptibles de ser
transformadas en leña comercializable que recogían en los montes de
Escombreras, La Miguelota, La Fausilla, La Peraleja, Los Rincones, etc.
Cuando iban a por leña era habitual “hacer
bola”, que significaba comerse todo lo comestible que llevaran de una vez, para
no tener que parar de nuevo hasta la hora de acabar el trabajo. Me dice Ginés
que a su hermano Negrín no se lo podían dejar solo con la comida, porque cuando
acababa con lo que llevaban para todo el día abandonaba al burro en medio del
monte o donde le pillara y se iba a su casa.
Muchas veces eran sorprendidos por los
guardias forestales de los cotos, “el Cabila”, o “el Pericaca”, y tenían que
evitar que los detuvieran.
Mientras tanto el padre, como era muy mayor
para ir al monte se dedicaba a realizar labores propias de lo que hoy se
denominaría agente comercial, y buscaba compradores de la leña en los hornos de
La Unión, Santa Lucía, La Media Legua, Las Tejeras, y las fraguas del
Portazgo (la de “Perico el Fraguero”) y
la de Los Partidarios.
Otros leñadores de la época fueron Ginelo,
que también tenía su burro para transportar la leña y Pencho Hernández “el
Cali”.
Además no hay que olvidar que en esos
tiempos en que estaba escasa la electricidad y los electrodomésticos brillaban
por su ausencia, en las casas se cocinaba con leña o carbón, y las estufas
también utilizaban estos combustibles, así que era lógico que los vecinos
salieran al campo o al monte para abastecerse del material necesario para su
propio consumo.
Los areneros.
Las ramblas de las cercanías, en otro tiempo
fueron lugares en los que se extraía y cribaba la arena que luego irían a
cargar en carros tirados por un burro y un par de mulas, o en camiones, los
proveedores de material de construcción de las obras.
Angel Esparza “el Chucho” y Pepe “el Gómez”
cargaban sus carros en alguna de las ramblas donde trabajaban haciendo arena,
en diversos tajos, Ginés Valero “el Chinche”, Antonio García “el Rojo de la Paloma”,
Paco “el Marañón”, Isidoro Madrid “el Mergo”, o Eduardo “ de la Jeroma”.
Ver subir el carro cargado de arena tirado
por un burro y una mula por la empinada pendiente de la rambla que hay enfrente
de Garrabino, y el corpulento Pepe “el Gómez” empujando por detrás para ayudar
a los animales a pasar aquel duro trance, era todo un espectáculo de fuerza
digno de aquellos tiempos.
En esa época también se comercializaba la
láguena, porque la mayoría de los terrados estaban hechos de colañas (vigas de
madera) y tablas que cerraban los huecos, y sobre ellas se echaba una gruesa
capa de láguena por su conocido carácter impermeable.
La láguena no es más que pizarra
descompuesta, y se cogía de acumulaciones conocidas de este material como la
que hay en la falda del monte Calvario.
Ya hace muchos años que no se realizan
trabajos de esa naturaleza por aquí.
El encalador.
Hubo
un tiempo en que la mayoría de las fachadas de las viviendas estaban hechas de
materiales pobres, o sólo se revocaban, y entonces se acostumbraba a
enjalbegarlas de blanca cal para que estuvieran más atractivas. Había quien se
hacía de un mocho de palma y él mismo le daba un par de “manos” de cal y la
dejaba resplandeciente, pero por mucho que se esmerara, era difícil que no
dejara las marcas de los mochazos en la pared, y más cuanto más se espesaba la
cal.
Sin
embargo, por esas fechas había también un hombre del pueblo que se dedicaba a
encalar paredes por un módico precio. Marcos Barcelona Mercader diluía la cal
viva en un depósito que después se colgaba a las espaldas, y moviendo de arriba
abajo una palanca, hacía actuar la bomba hidráulica con la que impulsaba la cal
a presión por una boquilla perforada, por donde salía la cal más o menos
pulverizada. De esta manera, con menos esfuerzo, y más limpieza que con el
mocho, Marcos garantizaba un encalado uniforme de la pared en muy poco tiempo.
Creo
que alguien de la familia debería de guardar esa reliquia, por si alguna vez a
alguien del pueblo se le ocurriera la grata idea de reunir herramientas y otros
útiles del pasado, en algún lugar donde puedan admirarse como si de un museo de
antigüedades o algo semejante se tratara.
El sereno.
Estos
trabajadores de la noche realizaban una labor inconmensurable, los serenos eran
los que se encargaban de ayudar a las familias que se encontraran necesitados
de llamar al médico, al practicante, la comadrona o al cura, y auxiliarlos en
todo lo que estuviera dentro de sus posibilidades.
Cuando
no había despertadores, o escaseaban los relojes y los trabajadores tenían que
levantarse de madrugada, el sereno era el mejor auxiliar que había en el
pueblo. Sólo tenían que decirle al Tío Paco que llamara a la hora que se
deseaba y éste iba puntual a despertarlos.
Este
hombre cumplía con su trabajo con profesionalidad, de manera que si no surgía
ningún contratiempo, era habitual localizarlo a las 2 de la madrugada sentado
en las escalinatas de la iglesia.
Los
domingos recorría las casas del pueblo solicitando una propina voluntaria que
le ayudara a mejorar el mísero sueldo. Evidentemente quien más le daba eran los
obreros que habitualmente despertaba para ir a su trabajo.
Entre
las funciones del sereno estaban las de encender las bombillas del alumbrado de
las calles por la noche y apagarlas por la mañana, una a una, y aunque no había
demasiados puntos de luz en el pueblo, sí que estaban distantes entre sí.
Después de Paco “el Sereno”, estuvo otro al
que le llamaban por el apodo que definía su defecto físico más notable “el
Cojo”.
El jefe de estación
y el guardabarreras.
En la década de los sesenta había en
Alumbres destinado un jefe de estación, que además despachaba billetes del tren
de la FEVE en ventanilla y tenía su domicilio familiar allí mismo, se llamaba
Miguel.
Paso a nivel de La Hoya. Foto: Francisco Atanasio
Hernández
También había guardabarreras, que eran
quienes echaban unas cadenas en los pasos de la vía por La Hoya y El Portazgo,
para anunciar el paso inmediato del tren, labor esta que estuvo realizando la
madre del Cipri, por lo menos hasta mediados de la década de los sesenta en que
se dejó de transportar mineral en el tren.
En la actualidad sólo queda un paso a nivel
en La Hoya y aunque no corta el tráfico, está dotado de señales acústicas y luminosas.
Los empleados del
cine.
Hasta los años setenta estuvieron abiertos
los dos cines de Alumbres, el cine Isabelita de invierno y el de verano,
propiedad de Andrés Martínez Cao “Andrés de la Cana”. Durante muchos años los
empleados del cine alternaban este trabajo de fines de semana y festivos, en el
que obtenían unos ingresos extras, con los habituales de cada uno de ellos.
El maquinista del cine era Juan Reyes. De
taquillero estaba Juan Ros Ros, y de porteros y acomodadores recuerdo a Ginés
Valero “el Chinche”, José Valero “el Crietas”, y Bartolo “el Visita”.
El celador.
Un funcionario municipal que residía en el
pueblo, cuya actividad principal era
esencialmente de policía. Notificaba a domicilio la incorporación a
filas de los mozos que tenían que hacer “la mili”, llevaba multas, denunciaba
hechos que considerara punibles, controlaba la realización de obras en el
pueblo, etc.
En los años cincuenta y sesenta el celador
de Alumbres fue Ramón que vivía en la calle Prefumo, y cuando se jubiló hubo otro
señor que venía de fuera.
Este
empleo municipal se extinguió con el paso de los años
El trabajo de la
caña.
La elaboración de cañizos para diversas
utilidades fue una actividad económica secundaria, que no obstante, también
producía ingresos nada despreciables en economías de subsistencia en las que
todo tenía valor.
Las cañas eran muy apreciadas por sus
múltiples aplicaciones, especialmente en la industria de la construcción, pero
no exclusivamente.
Entonces eran habituales los cañaverales
cerca de lugares húmedos o corrientes de agua. Las cañas se cortaban frescas y
se pelaban y utilizaban posteriormente en la fabricación de entramados de
cañas, o cañizos, que luego se empleaban en las obras para la construcción de
“techos rasos” cubiertos de yeso.
El amolador.
Era
un personaje de mucha utilidad que realizaba su trabajo de calle en calle,
ofreciendo sus servicios a los vecinos con una bicicleta que le servía como
medio de transporte, pero que de inmediato la adaptaba como herramienta de
trabajo para impulsar la piedra de amolar.
¡”Afilaor”
paraguerooo! ¡afilo “guchillos”, navajas y “estijeras”! ¡estaño barreños y
tinajas y arreglo las sombrillas! De esa manera y haciendo sonar
insistentemente un instrumento parecido a una armónica reclamaba la presencia
de las vecinas que necesitaban afilar los cuchillos de la casa, la navaja del
padre de familia que utilizaba para el “trapo”, las tijeras de coser, o reparar
el paraguas.
Ponerle un par de lañas de hierro al barreño
de arcilla donde la mujer fregaba los utensilios de la cocina, o a la tinaja
donde se almacenaba el agua de la casa para beber, y cerrar las grietas con
arcilla, así como reparar los paraguas averiados por la fuerza del viento,
suponía unas pocas monedas que evitaban la compra de un útil nuevo, cuyo coste
podía multiplicarse por varias veces al de la reparación, pues eran tiempos de
escasez de todo, y los sueldos, cuando los había, eran insuficientes para vivir
dignamente.
El Chambilero
Era un vendedor ambulante de temporada, concretamente veraniego y
situaba su carrillo en los lugares más concurridos, buscando siempre la venta
fácil de su producto para hacerse con unos ingresos que seguro no le darían
para mantener a la familia, pero ayudaba. La puerta del cine de verano, en las
cercanías del campo de fútbol cuando se disputaba algún partido y la plaza de
la Iglesia eran los lugares preferidos.
Chambilero en la plaza del Ayuntamiento de Cartagena. Foto: Francisco Atanasio Hernández
El herramental era muy sencillo, estaba constituido por un carrillo
empujado por el mismo vendedor, con dos o tres depósitos donde llevaba los
helados, una caja donde llevar los cucuruchos y las pastas para los sabrosos
“cortes”, una cuchara con la que servir los riquísimos chambis de turrón o
vainilla, y un recipiente donde enjuagar los vasos y otros útiles.
Andrés Fructuoso, chambilero del Poblado de Repesa.
Foto: subida por Zacarías Conesa
El Castañero
Este también era un vendedor ambulante y
solía aparecer en las cercanías del invierno, cuando daba gusto calentarse las
manos con el cucurucho de castañas calentitas.
Solía ponerse en la orilla de la carretera
de Escombreras, cerca de las escalinatas de la plaza de la Iglesia, y nunca
faltaba el Día de Todos los Santos, con su carrito repleto de castañas, el
brasero y la sartén perforada, luego él ponía el resto del arte anunciando su
“negocio”, con su característica voz ronca y apagada. A quien más recuerdo es
al Cocheles, y aunque menos, también a Carlos Hernández.
Aunque parezca extraño, todavía se pueden
ver al menos dos o tres puestos de castañeros en las calles de Cartagena.
Castañero en la Plaza de la Merced de Cartagena 2015.
Foto: Francisco Atanasio Hernández
Castañero en el Paseo de Alfonso XIII Cartagena 2015.
Foto: Francisco Atanasio Hernández
Otros oficios que se recuerdan: Guarda forestal; Herrero; Carretero; etc.
Fuentes consultadas y/o utilizadas
Libros
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Lo que me quedó de Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Retazos de la historia de Alumbres.
Testimonios
-Concha Reche Jiménez.
-Mis recuerdos.
Fotos
-Francisco Atanasio Hernández.
-Zacarías Conesa.
Dibujo
-Francisco Atanasio Hernández.
Ruego disculpas a todos los lectores que pusieron un comentario en mi blg, pero quiero aclarar que no he sido yo el responsable de su eliminación, sino de la API de Gogle + que ha dejado de estar disponible y que no me ha dado opción de mantenerlos o recuperarlos. Gracias por vuestra comprensión.
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