domingo, 25 de diciembre de 2016

ALGUNOS OFICIOS DESAPARECIDOS

El capataz de tajo y el listero.
Cuanto más duro era el trabajo más notable se hacía la presencia de la tétrica figura del capataz de tiempos pasados, cuya mayor cualidad intelectiva era la obediencia ciega a sus superiores.
Los capataces de tajo, de obra o de filón, que andaban por esos mundos de Dios vociferando sin cesar, eran en general, unos rudos y siniestros individuos cuya misión fundamental consistía en multiplicar sin límites el rendimiento laboral de los obreros que estaban a su cargo, y si alguno se las daba de listo se le enseñaban los músculos que para eso estaban ahí, y por supuesto mantener puntualmente informado al patrón sobre la personalidad y el comportamiento de cada uno de sus trabajadores, con especial dedicación a los llamados protestones que obligaban a pensar a quienes aún tenían amplias zonas del cerebro sin estrenar.
Dibujo: Francisco Atanasio Hernández
A la hora de pagar los salarios siempre se perdía algo en los bolsillos del capataz o del listero, que era el encargado de anotar los jornales del personal, por el camino que iba de las oficinas de la empresa a las manos del obrero. Aprovechándose de que la mayoría eran casi analfabetos y no tenían quienes les defendiera, los sobres siempre llegaban menguados del peso de la calderilla y alguna hora extra, que en lugar de anotársela a él se había anotado en la nómina del capataz o del listero, y algún que otro destajo que tampoco salía en las cuentas, etc.
La mayoría de las veces miseria y compañía sí, pero estos personajillos lo utilizaban para congraciarse con el jefe y demostrarle de lo que serían capaces si éste confiaba plenamente en ellos.
Por entonces estos modelos humanos estaban muy extendidos en el mundo laboral de la época, pero por suerte ni todos eran así, ni en todos los trabajos podían actuar de esa manera.
El paso del tiempo extinguió la figura del capataz, y la informática la del listero ¿O no? ¿Quién sabe tú? Lo mejor es que cada cual reflexione un poco sobre su entorno laboral y saque sus conclusiones.

La minería.
Sin duda alguna, es la actividad laboral más antigua de la zona, y como es sabido, el hallazgo de alumbre en las cercanías del pueblo dio lugar a que nuestro pueblo se llamara Alumbres desde hace casi 5 siglos.
Mina Manolita. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Sin embargo, hace ya mucho tiempo que ya nadie trabaja en las minas de los alrededores de Alumbres, pues a principios de la década de 1960 cerraron todas las minas de La Parreta y El Gorguel.
No obstante, la sierra minera de La Unión continuó teniendo actividad extractiva aunque a cielo abierto, hasta que en 1991 cesó definitivamente la actividad en toda la sierra minera.
Sobre la minería en particular, ya publiqué un trabajo anteriormente.

La industria del esparto
El trabajo del esparto tuvo muy larga tradición en Alumbres, sin embargo la aparición en el mercado de productos como el caucho, el plástico o la goma, hacia la mitad del pasado siglo XX paralizó esta profesión, y posteriormente sólo algún que otro lugareño ha realizado trabajos de carácter artesanal.
La industria del esparto en Alumbres, la traté no hace mucho en un artículo sobre el tema en particular.
                                         Utensilios fabricados con esparto. Foto: Francisco Atanasio Hernández
La venta de pescado ambulante.
En la década de los cincuenta se escuchaba por las calles del pueblo la voz del “Caramel” y Manuel “el Andaluz”, anunciando su pescado que portaban en una cesta o vasija parecida. Este negocio daba para poco pero ellos volvían frecuentemente a vocear por las calles de Alumbres su producto que seguramente obtenían en el puerto de pescadores de Escombreras.
Entonces también vendía pescado “el Ladrillero”, que recorría el pueblo en un carro tirado por un burro al que llamaba Perete.
Poco más tarde comenzaría su andadura en esta actividad, Manuel Hidalgo García  “Manolillo”, que llevaba el pescado en una moto.
Un día, “el Ladrillero” y “Manolillo” pensaron que era mejor para los dos evitar la competencia que se hacían uniendo sus esfuerzos, e iniciaron una nueva etapa de la venta del pescado ambulante en sociedad, transportando el pescado en un pequeño automóvil, con el que llevaban su producto hasta otros pueblos de las cercanías.
Posteriormente, en los años setenta, “Manolillo” abrió la “Pescadería Hidalgo” en la esquina de la calle Mayor con la del Duque,  justo en la esquina del lado sur del edificio donde esté ubicado el Bar San Roque, y durante más de 20 años, él y su mujer Concha mantuvieron atendidos los dos negocios. Todos los días saltaban de la cama para que a partir de las 5 de la mañana, Concha se hiciera cargo del bar, mientras “Manolillo” se iba a la lonja a por pescado para abastecer la pescadería, y según todos los datos que poseo estuvo abierta hasta finales de 1998.
Manuel Hidalgo García, “Manolillo” para los alumbreños, cuando sólo contaba con 57 años, tomó un billete para no sé dónde y se marchó del mundo de los vivos el 30 de mayo de 1994.
En su lápida de mármol dejó constancia del cariño que profesó a este pueblo por medio de unos versos.
                                      Yo. Manolo el pescadero
Único en el mundo entero
El día que yo me llegue a morir
En la piedra que cubra mi tumba,
Tendrán que ponerme un letrero
Con letras grandes que diga:
“Hermanos alumbreños
Y vecinos cartageneros,
Aquí descansa en paz
El rey de los pescaderos”.

                                  Manuel Hidalgo.

Médico y practicante.
Hacia la mitad del siglo, y hasta principios de los años sesenta, el médico del pueblo fue D. Heliodoro Cardona, y Vicente Samper, atendía urgencias, ponía inyecciones y curaba heridas como un ATS moderno, aunque con las limitaciones de la época y las suyas propias. Luego llegó al pueblo en su sustitución el doctor D. José Gutiérrez Meca y el practicante Joaquín Hernández Albaladejo.
D. José Gutiérrez Meca, seguramente es de los pocos galenos que han pasado por este pueblo con verdadera vocación profesional, y que tanto se echa de menos en estos tiempos de insensible materialismo predominante y escaso interés por los problemas de los demás.
Entregado totalmente a su profesión de curar a los enfermos, cuando consideraba que alguien no podía ser atendido debidamente en la consulta del pueblo, le hacía que fuese a su consulta particular de Los Dolores donde disponía de equipamiento suficiente, y si el paciente carecía de recursos económicos, esa circunstancia no iba a suponer ningún problema para ser atendido minuciosamente, además de que no tenía que preocuparse de nada, porque ni la consulta, ni la mayoría de los medicamentos le costarían una peseta.
Todo lo cambia el tiempo, y salvo que se dispone de consultorio médico en horas programadas, y una farmacia bien dotada con un farmacéutico atento y servicial, nada más se puede añadir.

Los leñadores.
Durante mucho tiempo, Ginés Valero “el Chinche”, y sus tres hermanos, “el Pedrolo”, “el Crietas y “el Negrín”, estuvieron dedicados a la labor de recolectar leña en donde la hubiera para luego venderla en los hornos y fraguas de las cercanías.
Cuenta Ginés que cuando terminó la guerra retiraron del trabajo a su padre, “el Tío Popeye”, y que con las 3000 pts., que Franco le daba a los jubilados de una sola vez, ya no había más pensión, se compraron un burro para transportar la leña de los pinos, acebuches (olivos silvestres), encinas, lentiscos, tetraclinis (ciprés de Cartagena), retamas, baladres, y otras especies vegetales abundantes, susceptibles de ser transformadas en leña comercializable que recogían en los montes de Escombreras, La Miguelota, La Fausilla, La Peraleja, Los Rincones, etc.
Cuando iban a por leña era habitual “hacer bola”, que significaba comerse todo lo comestible que llevaran de una vez, para no tener que parar de nuevo hasta la hora de acabar el trabajo. Me dice Ginés que a su hermano Negrín no se lo podían dejar solo con la comida, porque cuando acababa con lo que llevaban para todo el día abandonaba al burro en medio del monte o donde le pillara y se iba a su casa.
Muchas veces eran sorprendidos por los guardias forestales de los cotos, “el Cabila”, o “el Pericaca”, y tenían que evitar que los detuvieran.
Mientras tanto el padre, como era muy mayor para ir al monte se dedicaba a realizar labores propias de lo que hoy se denominaría agente comercial, y buscaba compradores de la leña en los hornos de La Unión, Santa Lucía, La Media Legua, Las Tejeras, y las fraguas del Portazgo  (la de “Perico el Fraguero”) y la de Los Partidarios.
Otros leñadores de la época fueron Ginelo, que también tenía su burro para transportar la leña y Pencho Hernández “el Cali”.
Además no hay que olvidar que en esos tiempos en que estaba escasa la electricidad y los electrodomésticos brillaban por su ausencia, en las casas se cocinaba con leña o carbón, y las estufas también utilizaban estos combustibles, así que era lógico que los vecinos salieran al campo o al monte para abastecerse del material necesario para su propio consumo.

Los areneros.
Las ramblas de las cercanías, en otro tiempo fueron lugares en los que se extraía y cribaba la arena que luego irían a cargar en carros tirados por un burro y un par de mulas, o en camiones, los proveedores de material de construcción de las obras.
Angel Esparza “el Chucho” y Pepe “el Gómez” cargaban sus carros en alguna de las ramblas donde trabajaban haciendo arena, en diversos tajos, Ginés Valero “el Chinche”, Antonio García “el Rojo de la Paloma”, Paco “el Marañón”, Isidoro Madrid “el Mergo”, o Eduardo “ de la Jeroma”.
Ver subir el carro cargado de arena tirado por un burro y una mula por la empinada pendiente de la rambla que hay enfrente de Garrabino, y el corpulento Pepe “el Gómez” empujando por detrás para ayudar a los animales a pasar aquel duro trance, era todo un espectáculo de fuerza digno de aquellos tiempos.
En esa época también se comercializaba la láguena, porque la mayoría de los terrados estaban hechos de colañas (vigas de madera) y tablas que cerraban los huecos, y sobre ellas se echaba una gruesa capa de láguena por su conocido carácter impermeable.

La láguena no es más que pizarra descompuesta, y se cogía de acumulaciones conocidas de este material como la que hay en la falda del monte Calvario.
Ya hace muchos años que no se realizan trabajos de esa naturaleza por aquí.

El encalador.
            Hubo un tiempo en que la mayoría de las fachadas de las viviendas estaban hechas de materiales pobres, o sólo se revocaban, y entonces se acostumbraba a enjalbegarlas de blanca cal para que estuvieran más atractivas. Había quien se hacía de un mocho de palma y él mismo le daba un par de “manos” de cal y la dejaba resplandeciente, pero por mucho que se esmerara, era difícil que no dejara las marcas de los mochazos en la pared, y más cuanto más se espesaba la cal.

            Sin embargo, por esas fechas había también un hombre del pueblo que se dedicaba a encalar paredes por un módico precio. Marcos Barcelona Mercader diluía la cal viva en un depósito que después se colgaba a las espaldas, y moviendo de arriba abajo una palanca, hacía actuar la bomba hidráulica con la que impulsaba la cal a presión por una boquilla perforada, por donde salía la cal más o menos pulverizada. De esta manera, con menos esfuerzo, y más limpieza que con el mocho, Marcos garantizaba un encalado uniforme de la pared en muy poco tiempo.

            Creo que alguien de la familia debería de guardar esa reliquia, por si alguna vez a alguien del pueblo se le ocurriera la grata idea de reunir herramientas y otros útiles del pasado, en algún lugar donde puedan admirarse como si de un museo de antigüedades o algo semejante se tratara.

El sereno.
            Estos trabajadores de la noche realizaban una labor inconmensurable, los serenos eran los que se encargaban de ayudar a las familias que se encontraran necesitados de llamar al médico, al practicante, la comadrona o al cura, y auxiliarlos en todo lo que estuviera dentro de sus posibilidades.
            Cuando no había despertadores, o escaseaban los relojes y los trabajadores tenían que levantarse de madrugada, el sereno era el mejor auxiliar que había en el pueblo. Sólo tenían que decirle al Tío Paco que llamara a la hora que se deseaba y éste iba puntual a despertarlos.
            Este hombre cumplía con su trabajo con profesionalidad, de manera que si no surgía ningún contratiempo, era habitual localizarlo a las 2 de la madrugada sentado en las escalinatas de la iglesia.
            Los domingos recorría las casas del pueblo solicitando una propina voluntaria que le ayudara a mejorar el mísero sueldo. Evidentemente quien más le daba eran los obreros que habitualmente despertaba para ir a su trabajo.
            Entre las funciones del sereno estaban las de encender las bombillas del alumbrado de las calles por la noche y apagarlas por la mañana, una a una, y aunque no había demasiados puntos de luz en el pueblo, sí que estaban distantes entre sí.
Después de Paco “el Sereno”, estuvo otro al que le llamaban por el apodo que definía su defecto físico más notable “el Cojo”.

El jefe de estación y el guardabarreras.
En la década de los sesenta había en Alumbres destinado un jefe de estación, que además despachaba billetes del tren de la FEVE en ventanilla y tenía su domicilio familiar allí mismo, se llamaba Miguel.
Paso a nivel de La Hoya. Foto: Francisco Atanasio Hernández
También había guardabarreras, que eran quienes echaban unas cadenas en los pasos de la vía por La Hoya y El Portazgo, para anunciar el paso inmediato del tren, labor esta que estuvo realizando la madre del Cipri, por lo menos hasta mediados de la década de los sesenta en que se dejó de transportar mineral en el tren.

En la actualidad sólo queda un paso a nivel en La Hoya y aunque no corta el tráfico, está dotado de señales acústicas y luminosas.

Los empleados del cine.
Hasta los años setenta estuvieron abiertos los dos cines de Alumbres, el cine Isabelita de invierno y el de verano, propiedad de Andrés Martínez Cao “Andrés de la Cana”. Durante muchos años los empleados del cine alternaban este trabajo de fines de semana y festivos, en el que obtenían unos ingresos extras, con los habituales de cada uno de ellos.
El maquinista del cine era Juan Reyes. De taquillero estaba Juan Ros Ros, y de porteros y acomodadores recuerdo a Ginés Valero “el Chinche”, José Valero “el Crietas”, y Bartolo “el Visita”.

El celador.
Un funcionario municipal que residía en el pueblo, cuya actividad principal era  esencialmente de policía. Notificaba a domicilio la incorporación a filas de los mozos que tenían que hacer “la mili”, llevaba multas, denunciaba hechos que considerara punibles, controlaba la realización de obras en el pueblo, etc.
En los años cincuenta y sesenta el celador de Alumbres fue Ramón que vivía en la calle Prefumo, y cuando se jubiló hubo otro señor que venía de fuera.
            Este empleo municipal se extinguió con el paso de los años

El trabajo de la caña.
La elaboración de cañizos para diversas utilidades fue una actividad económica secundaria, que no obstante, también producía ingresos nada despreciables en economías de subsistencia en las que todo tenía valor.
Las cañas eran muy apreciadas por sus múltiples aplicaciones, especialmente en la industria de la construcción, pero no exclusivamente.
Entonces eran habituales los cañaverales cerca de lugares húmedos o corrientes de agua. Las cañas se cortaban frescas y se pelaban y utilizaban posteriormente en la fabricación de entramados de cañas, o cañizos, que luego se empleaban en las obras para la construcción de “techos rasos” cubiertos de yeso.

El amolador.
            Era un personaje de mucha utilidad que realizaba su trabajo de calle en calle, ofreciendo sus servicios a los vecinos con una bicicleta que le servía como medio de transporte, pero que de inmediato la adaptaba como herramienta de trabajo para impulsar la piedra de amolar.
            ¡”Afilaor” paraguerooo! ¡afilo “guchillos”, navajas y “estijeras”! ¡estaño barreños y tinajas y arreglo las sombrillas! De esa manera y haciendo sonar insistentemente un instrumento parecido a una armónica reclamaba la presencia de las vecinas que necesitaban afilar los cuchillos de la casa, la navaja del padre de familia que utilizaba para el “trapo”, las tijeras de coser, o reparar el paraguas.
Ponerle un par de lañas de hierro al barreño de arcilla donde la mujer fregaba los utensilios de la cocina, o a la tinaja donde se almacenaba el agua de la casa para beber, y cerrar las grietas con arcilla, así como reparar los paraguas averiados por la fuerza del viento, suponía unas pocas monedas que evitaban la compra de un útil nuevo, cuyo coste podía multiplicarse por varias veces al de la reparación, pues eran tiempos de escasez de todo, y los sueldos, cuando los había, eran insuficientes para vivir dignamente.

El Chambilero
Era un vendedor ambulante de temporada, concretamente veraniego y situaba su carrillo en los lugares más concurridos, buscando siempre la venta fácil de su producto para hacerse con unos ingresos que seguro no le darían para mantener a la familia, pero ayudaba. La puerta del cine de verano, en las cercanías del campo de fútbol cuando se disputaba algún partido y la plaza de la Iglesia eran los lugares preferidos.
Chambilero en la plaza del Ayuntamiento de Cartagena. Foto: Francisco Atanasio Hernández
El herramental era muy sencillo, estaba constituido por un carrillo empujado por el mismo vendedor, con dos o tres depósitos donde llevaba los helados, una caja donde llevar los cucuruchos y las pastas para los sabrosos “cortes”, una cuchara con la que servir los riquísimos chambis de turrón o vainilla, y un recipiente donde enjuagar los vasos y otros útiles.
Andrés Fructuoso, chambilero del Poblado de Repesa. Foto: subida por Zacarías Conesa

El Castañero
Este también era un vendedor ambulante y solía aparecer en las cercanías del invierno, cuando daba gusto calentarse las manos con el cucurucho de castañas calentitas.
Solía ponerse en la orilla de la carretera de Escombreras, cerca de las escalinatas de la plaza de la Iglesia, y nunca faltaba el Día de Todos los Santos, con su carrito repleto de castañas, el brasero y la sartén perforada, luego él ponía el resto del arte anunciando su “negocio”, con su característica voz ronca y apagada. A quien más recuerdo es al Cocheles, y aunque menos, también a Carlos Hernández.

Aunque parezca extraño, todavía se pueden ver al menos dos o tres puestos de castañeros en las calles de Cartagena.
Castañero en la Plaza de la Merced de Cartagena 2015. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Castañero en el Paseo de Alfonso XIII Cartagena 2015. Foto: Francisco Atanasio Hernández

Otros oficios que se recuerdan: Guarda forestal; Herrero; Carretero; etc.

Fuentes consultadas y/o utilizadas

Libros
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Lo que me quedó de Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Retazos de la historia de Alumbres.

Testimonios
-Concha Reche Jiménez.
-Mis recuerdos.

Fotos 
-Francisco Atanasio Hernández.
-Zacarías Conesa.

Dibujo
-Francisco Atanasio Hernández.

1 comentario:

  1. Ruego disculpas a todos los lectores que pusieron un comentario en mi blg, pero quiero aclarar que no he sido yo el responsable de su eliminación, sino de la API de Gogle + que ha dejado de estar disponible y que no me ha dado opción de mantenerlos o recuperarlos. Gracias por vuestra comprensión.

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