Había una vez un hombre que vivía en La
Peraleja, y estando su esposa en el lecho de muerte le prometió que nunca se
volvería a casar, porque según decía nunca podría querer a otra mujer, y
además, no estaba dispuesto a darle a sus hijos una madrastra con todos los
inconvenientes que llevaba consigo, pero pasado un tiempo una hermosa mujer lo
hechizó de tal manera que incumplió su promesa casándose por segunda vez.
A partir de ese día el pobre hombre no pudo
descansar tranquilo ni un solo momento, porque todas las noches, a partir de
las doce, se comenzaban a escuchar extraños ruidos en toda la vivienda
acompañados de un alejado e ininteligible ulular que parecía provenir del otro
mundo. Incluso alguna vez creyó haber visto algo informe y vaporoso moverse por
la casa atravesando las paredes como si fuesen de humo. Los muebles se movían
solos arrastrándose ruidosamente, las sartenes, las ollas, los cazos, las
cazuelas, se caían al suelo y rodaban por él de forma estrepitosa, sin que
nadie pudiera darle al misterioso asunto una explicación razonable.
Un día, este hombre, cansado y aburrido de
tanto escándalo nocturno, se le ocurrió pensar que todo podía ser como consecuencia
del incumplimiento de su promesa, y entonces invocó a su difunta esposa en una
plegaria desgarradora, a la cual acudió el espíritu de la mujer solicitado
reprochándole su falta de palabra, pero que no obstante estaba dispuesta a
desaparecer de su vida definitivamente si cumplía la promesa de realizar tres
misas de difuntos en su honor, en tres miércoles y meses diferentes y además
tenía que ir a ellas descalzo.
En un principio, el hombre apesadumbrado
prometió cumplir las nuevas condiciones, sin embargo cuando llegó a casa y lo
habló con su nueva esposa, ésta que era muy zalamera, utilizó todas sus artes
de persuasión para convencerle de que ya les iba a suponer bastante esfuerzo,
sobre todo económico, pagarle al cura la celebración de las tres misas, como
para arriesgarse a coger una enfermedad yendo descalzo a la iglesia en pleno
invierno.
Aquel mismo mes de enero, quince días después
de haber renovado la promesa, realizó la primera de las misas, pero no se
descalzó para ir a ella. En los siguientes meses de febrero y marzo celebró las
otras dos misas, y como en la primera acudió a ellas con su calzado habitual.
Durante aquellos tres meses nada había
cambiado, y en el transcurso de cada una de las noches había sucedido lo mismo
que antes del compromiso entre aquel hombre y el espíritu de su difunta mujer,
y así siguió sucediendo después de la última misa. Y mientras tanto, el
cansancio físico y mental iba socavando su integridad síquica hasta que tuvo
que ser ingresado en un manicomio, y sus hijos, junto con su segunda esposa se
vieron obligados a cambiar de domicilio, antes de que les sucediera lo mismo
que al cabeza de familia.
A
ver quién es el más valiente.
Durante muchas generaciones, los
adolescentes y jóvenes del pueblo hemos usado la tétrica figura del cementerio
para distracciones de diversa índole. Algunas veces, un muchacho cruzaba
apuestas con otro en presencia de los amigos para ver quién era capaz de
realizar la mayor extravagancia posible en el interior del campo santo, o al
menos en sus muros y puertas, y en todo caso sin causar daño alguno, pero la
prueba de valentía tendría que quedar allí, en espera de que el grupo de amigos
fuese a confirmar lo que cada uno de los competidores contara de su hazaña.
Muchas veces, los contendientes
realizaban sus gestas con total normalidad, y cuando iban sus amigos a
verificarlas se encontraban con un pañuelo atado a las rejas de un panteón, o
una vela encendida junto a la cruz de un enterramiento, o la calavera de un
animal sobre una lápida, etc., etc., etc.
Sin embargo, en ocasiones, a uno o a los
dos contendientes se le organizaba una broma más o menos pesada. El incauto
llegaba al cementerio confiado cuando de pronto
se le aparecía un fantasma, que en realidad era uno de sus amigos tapado
con una sábana blanca, que previamente había elegido el lugar más apropiado
para cruzarse con él a una distancia prudencial, o desde la oscuridad, simular
la voz hueca y misteriosa de un muerto que le conminaba a marcharse de allí lo
más rápidamente posible antes de que cayeran sobre él innumerables y dañinos
maleficios, por haber osado turbar el eterno descanso de los muertos del lugar.
La mayoría de las veces, el pasmo que
recibía el muchacho con este tipo de bromas surtía efecto, y salía corriendo de
allí despavorido, y no descansaba hasta llegar al lugar donde supuestamente
deberían de estar esperándole sus amigos, pero éstos solían llegar allí
bastante después acompañados de una catarata incontenible de risotadas a su
cuenta.
No obstante, no siempre sucedía así,
porque también los había realmente osados, y en alguna que otra ocasión, el
fantasma, o la voz de ultratumba, tuvo que ser más veloz que el embromado o las
piedras que éste le lanzaba a dar.
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El
disfraz de la muerte.
Domingo Conesa y Pepita Barcelona, me
contaron que siendo monaguillo Salvador Celdrán, un conocido amigo del pueblo,
acostumbraba a asustar a las mujeres que iban a limpiar la iglesia los viernes
por la noche.
“En
la iglesia había muy poca luz, y el bromista cogía unas escobas y las amarraba
formando una cruz, que luego vestía con una sotana del cura, y con un puñado de
trapos hacía una careta que cubría con un trapo negro de los muertos. Todo ese
armatoste se amarraba con hilos a la manecilla de la puerta del cuarto de la
limpieza que abría para fuera.
Cuando
las mujeres estaban cerca del cuarto se apagaban las luces de la iglesia, para
que al abrir la puerta y se levantara el “muerto” la aparición del
fantasmagórico montaje causara un efecto pavoroso en las temerosas señoras, que
de inmediato salían de allí aterradas tropezando con los bancos y con todo lo
que hubiera por en medio, y si se le ponía una vela detrás del muñeco para que
lo iluminara un poco, el espectáculo de terror estaba garantizado”.
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Penitente con
cadenas.
Hubo un tiempo en que las gentes más
creyentes y supersticiosas “realizaban promesas” a un santo determinado, para
que un familiar querido sanara de su enfermedad, y si se cumplía el deseo, la persona
que había hecho la promesa, vestía una túnica morada durante un tiempo, pero para
otras la promesa significaba algo más de sacrificio, y salía de noche cubierto/a
con su túnica y cargado de cadenas que iba arrastrando por las calles del
pueblo, y algunas veces, para no alarmar a la población era acompañado por el
sereno, que previamente lo había puesto en conocimiento de los vecinos para que
si se tropezaban con el penitente no salieran despavoridos.
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Creencias
sobre la mula.
Entre nuestros mayores estaba muy
extendida la creencia de que la mula no podía quedar preñada porque no le había
dado calor al Niño Jesús en su nacimiento, y todavía quedan algunos de nuestros
predecesores que lo creen así.
Sin embargo, es sabido que la razón de
que la mula no pueda tener descendencia no es esa, sino que siendo un animal de
la familia de los équidos, es el fruto de la unión de un asno y una yegua
(hembra del caballo), por cuya razón es estéril, pero ese cuadrúpedo no carece
de otros importantes atributos como son la inteligencia y la terquedad.
Algunas veces habremos oído aquella
frase que define al animal, “Eres más terco que una mula”.
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Historias del
Chinche (de
mi libro “Retazos de la historia de Alumbres”)
Ginés Valero Martínez es un hombre
sencillo, un amigo, a quien tengo mucho afecto y muchísimo respeto, porque
antes que nada es una buena persona, abierta a los demás y a compartir sus
conocimientos, sus experiencias y sus fantasías, aunque reconoce que es muy,
muy miedoso.
Su afán de superación, sus ansias de
saber y sobre todo su origen humilde, le hacen merecedor del protagonismo que a
lo largo del tiempo le he dado en mis artículos y en mis libros, con unas
páginas dedicadas en exclusividad para él y sus historias.
Lo que corre el miedo y el hambre.
En esos
tiempos en los que no se sabe bien si el miedo corría más que el hambre o al
revés, cuenta Ginés Valero, que una noche, él y sus tres hermanos, “el
Pedrolo”, “el Crietas” y “el Negrín”, que según dice eran tan miedosos como él,
se afanaban en hacer una sémola en el hogar de su casa que estaba en el camino
del cementerio, cuando de pronto cayó en medio de la sala la escoba que estaba
en el rincón donde descansaba atado el burro, y sin mediar palabra alguna los
cuatro huérfanos salieron de la casa corriendo aterrorizados, y no pararon
hasta que estaban bien lejos de la vivienda.
Cuando
se tranquilizaron un poco y se reunieron de nuevo, se preguntaron por el
extraño acontecimiento, pero ninguno de ellos encontraba una explicación lógica
que aplacara sus temores, entonces recordaron que se habían dejado una sémola
haciéndose en la sartén y se fueron a casa animados por la idea de calmar el
hambre, pero cuando llegaron allí, había desaparecido la sartén con la sémola
que contenía, que seguramente se apropió alguien a quien el hambre le hizo
correr más que el miedo a los hermanos.
El Chinche y Paco
Atanasio en la S.F.C. Minerva de Alumbres
Otra noche,
cuando las puertas carecían de las cerraduras mecánicas actuales y sólo se
cerraban por dentro con una tranca, bajaron a las fiestas de San Roque y
dejaron la puerta de la casa entornada, y cuando volvieron a media noche se la
encontraron totalmente abierta.
- ¡Chinche entra tú! – dijo el Crietas.
- ¿Yo? sí claro – entra tú Negrín.
- Anda Pedrolo pasa tú.
- Yo no paso.
En
definitiva, que como todos tenían miedo se fueron en busca del sereno para que
entrara en la casa él delante de los hermanos no fuera a ser que hubiera
alguien dentro.
Otras historias sobre la Casa del Duende. Era una vieja vivienda rodeada de chumberas que había al Sur de la
rambla de Los Cucones, justo en el camino de la fuente de La Peraleja. Para
llegar a ella había que pasar por al lado del campo de fútbol El Secante, y de
los extraños sucesos que ocurrían en su interior se contaban muchas historias,
todas ellas impregnadas de cierta dosis de superstición y fantasía, motivadas
en mayor o menor medida por el miedo a lo desconocido y al más allá que el ser
humano en general y algunos en particular suelen padecer.
Dice
Ginés que Juan “el Castaño”, que vivió en la Casa del Duende, contaba que las
puertas de la casa se abrían y cerraban solas, y que mandaba a su hijo a que
las cerrara, pero volvían a abrirse de nuevo, y de noche se escuchaban ruidos
extraños en su interior.
Cuenta
también que cuando “Perico el del Burro” vivió en aquella casa se quejaba
amargamente de que su burro no paraba de moverse y de dar golpes de noche, y
que en muchas ocasiones se escuchaban extraños ruidos en la casa, lo que con
frecuencia les impedía conciliar el sueño y descansar adecuadamente.
Aparición demoníaca
Añade
Ginés que Paco “el Marañón” contaba que una noche, cuando volvía de La Peraleja
de ver a la novia, que era sobrina de Juan “el Cano”, vio un extraño bulto que
no pudo distinguir bien en la portería del Secante del lado del camino, (por
entonces las porterías del campo de fútbol estaban orientadas de Este a Oeste,
y no de Norte a Sur como están ahora) y que la aparición se repitió varias
veces llegando incluso a patearle, hasta que le realizó una misa en su nombre y
ya nunca más volvió a aparecérsele.
Sobre
este mismo tema, dice que su sobrino Juan López venia una noche de La Unión y
se encontró en el camino un borrego y se lo echó a cuestas y que conforme iba
andando aquello iba creciendo y como cada vez le pesaba más, lo tiró al suelo y
salió corriendo porque aquel animal lo persiguió con muy malas intenciones.
Nota:
Curiosamente, sobre la aparición demoníaca del choto, cabrito o carnero, hay
otras publicaciones que relatan casos parecidos sucedidos a otras personas, en
otros pueblos de la comarca.
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Fuentes consultadas y/o utilizadas
Libros
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres en el siglo XX.
-Francisco
Atanasio Hernández. Lo que me quedó de
Alumbres en el siglo XX
-Francisco Atanasio Hernández. Retazos de la historia de Alumbres.
Fotos
-Francisco Atanasio Hernández.
Dibujo
-Francisco Atanasio Hernández.
Testimonios
-Domingo Conesa Hernández
-Ginés Valero Martínez.
-Mis recuerdos.
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